LA TRIBUNA.22-02-04
Artículo: EL DIOS DE LA NIEVE NO LLORA SOBRE ALBACETE
(Dimas Cuevas)

El dios de la lluvia lloraba sobre México en la famosa novela de Lazlo Passuth (reconozco que he tenido que consultar en internet para recordar el nombre exacto del autor). Sin embargo, el dios de la nieve parece haberse olvidado de Albacete. Ni siquiera con Protección Civil en alerta caen unos cuantos copos en la capital, para alegrar la vida a los chavales y complicársela a los conductores de ocio o de trabajo.

Dicen que la culpa es del cambio climático. Yo no acabo de creérmelo, porque las glaciaciones tardaron miles de años en ir y venir sobre la piel del planeta, y los hombres no somos tan importantes -ni tan fuertes- ni siquiera cuando la emprendemos contra la naturaleza. Las estadísticas meteorológicas sólo se registran desde hace apenas un siglo, y eso es apenas un segundo en el reloj vital de la Madre Tierra. Somos poco más que hormigas dando vueltas lentamente a la esfera en que vivimos: haría falta una eternidad para que consiguiéramos desgastarla con nuestra insignificantes pisadas.

Pero lo cierto es que, con efecto invernadero o sin él, ya no nieva como en los tiempos de Franco (de los de Isabel La Católica no tengo constancia). Soy de los que aún recuerdan el famoso día de los veinticuatro grados bajo cero en Albacete, a principios de los setenta, ese récord histórico de temperatura que nos equiparó a los lapones y los siberianos. Cuando yo era pequeño la nieve formaba parte del paisaje habitual y del calendario establecido: cuando llegaba el invierno, nevaba porque sí, porque tocaba; y empezaba a helar en octubre, y caían hielos hasta el mes de mayo, recortando las cosechas de cereales y matando las escasas flores sobrevivientes de los almendros. Ahora no hiela más que en los congeladores domésticos repletos de varitas de merluza y cucuruchos de vainilla.

Debe de ser que nos estamos haciendo viejos, cuando ya echamos de menos hasta el frío de nuestra infancia. ¿Pero cómo va a helar en una ciudad dotada de un microclima gracias a las calefacciones, a los coches, a casi doscientas mil personas respirando y generando calor?

Ahora, lo único que nos deja helados son ciertas actitudes, como la de los adalides del ‘sí’ tras el referéndum sobre la jornada escolar. Con todo el apoyo institucional, con todos los votos de los funcionarios afectados, apenas lograron alzarse con el 54% de los votos a favor; una docena de colegios de la capital no pasaron por el aro de la «ciudad educadora»; y pese a ello, los del sí se permitieron el lujo de decir que fue «el triunfo de la cultura del aprecio sobre la cultura del menosprecio». ¿Aprecio de qué? ¿Menosprecio de qué? ¿Es menos legítimo el voto del 46% que el del 54%? ¿No es la democracia precisamente el respeto a las minorías -sobre todo cuando son tan masivas que se sitúan a escasos puntos de la mayoría-?

Me parecía estar escuchando a Maragall o a Carod-Rovira cuando oí a un director de colegio afirmar que la implantación de la jornada única es «imparable». Resulta difícil un menosprecio mayor hacia quienes optaron por defender para sus hijos la jornada partida, pese a que también para ellos habría sido más cómodo ahorrarse un viaje al cole y hasta algunas horas de asistenta.

Ahora llega el momento de la verdad. Llega el momento de demostrar que no hay padres de primera y padres de segunda y, sobre todo, que no hay niños de primera y niños de segunda. Tan respetable es la comunidad educativa de los 23 colegios que votaron ‘sí’, como la de los 13 colegios que votaron ‘no’. Hacer pagar a los chiquillos la opción de sus padres -por ejemplo, negándoles actividades extraescolares similares a sus conciudadanos- sería un ejemplo de sectarismo imperdonable. Quizá entonces se decidiera el dios de la nieve a llorar de nuevo sobre Albacete, con su blanco manto que cubre todas las miserias humanas.

Dimas Cuevas