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Juan Tárrega vist per Mauricio Vidales

El poeta entre el públic en un moment de la inauguració
El poeta entre el públic en un moment de la inauguració
29 / 09 / 2014 | Dolors Jimeno

El poeta colombià, gran amic d’Intersindical Cultura, va estar present en la inauguració. Ens regala un text preciós.

A PROPÓSITO DE LA EXPOSICIÓN PICTÓRICA “LA TERRA DEL VI” DE JUAN TÁRREGA

En gratitut a les meues amigues i amics valencians en quins compartixc el seu païsatge, els fruits de la seua terra, el pa, el vi, la seua sonora llengua germana i les seues lluites que faig meues, com ells i elles han fet seua la nostra
Mauricio Vidales

“Montgó
recorde la teua poderosa alçaria
tota florida de vinyes i lloses”
Vicent Andrès Estellès

Cuando por primera vez me detuve ante los cuadros de Juan Tárrega en la sede de la Intersindical Valenciana, sus paisajes no me parecieron extraños para nada. Sentía una familiaridad con ellos, que me hacía evocar días cercanos pero no sabía precisar por qué. Por eso, anteayer por la tarde en la apertura de la exposición de la serie “La terra del vi” cuando Sergi Pastor, su amigo filólogo y profesor,  al presentar su obra nos refirió que algunos de los cuadros son de la Marina Alta, y más exactamente uno de ellos es de las cercanías de Lliber y otro de la Vall de Laguar, entonces comprendí el impacto inicial que había sentido y así se lo hice saber a Juan y a Sergi. A medida que Sergi iba interpretando con sus palabras la labor de su amigo Juan con los pinceles y con la tierra, yo sentía que me iba acercando de nuevo a ese paisaje que me acogió recién llegado desde París a la Península, expresamente a la Marina Alta hace ya doce años y al adentrarme de nuevo en la pintura bajo el influjo de su descripción poética, más viva se iba tornando esa sensación. Por esa razón y para tratar de precisar y contextualizar un poco esta experiencia estética, en la medida de lo poética que ha sido, os referiré algunos detalles de mi periplo por la comarca de la Marina Alta, que sin duda, son la médula de esta vivencia.

En el verano del 2012, cuando arribé por primera vez al Estado español proveniente de París donde viví desde finales del 2001, tuve la fortuna de llegar inicialmente a Xàbia y después de vivir año y medio allí, pasé a vivir a Dénia durante cuatro años más; la vivencia en estas dos ciudades costeras con sus playas, sus calas, sus puertos y sus bellísimos alrededores me procuraron desde el primer día, esa indecible sensación al descubrir el Mediterráneo, que por cuenta, entre otras cosas, de la entrañable canción de Joan Manuel Serrat fui aprendiendo a querer desde muchacho; la contundencia de sus colores, de sus aromas, de sus sabores y por supuesto, “els seus arrelaments” de sus pobladores; gentes alegres que aman su terruño y hablan ese valenciano tan particular, que como una música rotundamente inédita vibraba en mis oídos, recién estrenados para “escoltar la veu del poble” que vine a entender muy pronto cuando me sumergí en la portentosa poesía del poeta de Burjassot, el maestro Vicent Andrés Estellés con su descomunal “Mural del País Valencià”, algo así como el “Canto General” de Neruda para nosotros; esa poesía plena de esa luz mediterránea, que cinco años después añoraba, cuando me encontraba de nuevo en Cali, mi tierra natal. Aún recuerdo nítidamente, como a pesar de toda la alegría que me embargaba por el reencuentro con mis familiares y amigos, con mis paisajes de la infancia; con la luz y el aire cálido del Valle del Cauca, sus imponentes montañas azules y sus ríos cristalinos y sonoros, en cierto momento de soledad empecé a sentir la nostalgia de estos paisajes que hoy ocupan esta reflexión. Aunque no era precisamente la nostalgia del desarraigado, ya que no era el paisaje materno donde se bebe en la infancia, sino el paisaje que me acogió al cumplir mis cuarenta años justamente recién llegado a Xàbia. Era el recuerdo de la plenitud sensitiva de la madurez el que me hizo sentir que el entorno Mediterráneo ya se me había metido no sólo por los ojos, sino que había arraigado más allá de mis sentidos físicos. Y no sólo era el color inconfundible y el arrullo de ese mar sino también el territorio del interior de la comarca, al caer seducido inmediatamente por esa belleza profunda, silente y grave que percibí al avistar el Montgó -tristemente arrasado la semana pasada por las llamas- y a los días siguientes en excursiones recurrentes por los alrededores del río Gorgos subiendo hacia Lliber donde recuerdo haber comido uno de los arroces caldosos más deliciosos, en un restaurante campestre enclavado en uno de esos repliegues del camino pedregoso y serpenteante que conduce a Lliber desde Gata de Gorgos, bordeando el cauce del río. Aquellos aromas de esas viandas que sentía emanar de las raíces mismas de la tierra, aquella luz otoñal que ahora rememoro, la revivo ahora en este cuadro. Meses después descubrí la conmovedora belleza de la Vall de Laguar, la Vall de Ebo y la Vall de la Gallinera; la contemplación que tuve del Barranc de l’infern que de alguna manera -guardando las proporciones- me llevaba a evocar las estribaciones de los Farallones de Cali en los Andes Occidentales colombianos, cuando en mis años mozos, solía salir de madrugada a correr hasta la cima del Cerro Cristo Rey y después del amanecer bajaba por la pendiente que se derrama de sus espaldas a la búsqueda del río Santa Rita, para sumergirme en una de sus pocetas cristalinas mientras escuchaba el profuso canto de innumerables pájaros que como un concierto de alegría le daban la bienvenida a un nuevo día y que yo sentía como un caluroso saludo musical.

Es curioso, pero esas emociones de vivencias tan remotas, casi cuatro décadas atrás, fueron revividas como en un armonioso poema cromático, donde se funden mis recuerdos juveniles de la efervescencia vital en pleno trópico colombiano con la serena contemplación de la edad madura que me cautivó cuando descubrí esa inconfundible luz de los valles del interior en la sierra de la Marina Alta con su tierra agreste, marrón, seca que con el verde de los olivos y naranjales, el blanco de los copos de los almendros en flor y con las parras florecidas en otoño se fundían como en una copa de sabores, olores y colores que brotaban de esta tierra que tan generosamente se abría ante mis ojos y que ahora los cuadros de Tárrega me devuelven.

Tiempo después, en esta huerta valenciana que trae hasta su llanura el eco feraz de sus serranías cercanas, he podido acariciarla y abrir surcos en sus entrañas para cosechar sus frutos y ahí sí lograr hacerla mía y hacerme también suyo; tierra que amo como mi segunda patria: País Valencià, que atravesó mi corazón y esto lo constaté ayer al volver a recorrer sus sendas con la pintura de Juan Tárrega y con el exquisito vino que produce él mismo con ese amor profundo que profesa “per la seua terra”, cuando se funde en ella con paletas y con arados para hacer brotar de lo más hondo de su espíritu creativo, desde lo telúrico, esos colores, olores y sabores de su cuna prodigiosa que provoca en mí tan fuertes sentimientos de belleza y gratitud con la vida, la amistad y el amor que en ella he cultivado; hermosa tierra que apaciguas en mi alma, los rigores del exilio.


Mauricio Vidales
València, 26 de septiembre de 2014




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